2 marzo, 2013 Por
Manuel Cruz.- Todavía conmocionados por la renuncia Benedicto XVI, católicos y no católicos nos preguntamos qué ha pasado, qué pasa en la Iglesia para que, de repente, todo el mundo, creyente y no creyente, fije su mirada en el Vaticano con un frunce de interrogante asombro no exento de perplejidad. Pero ¿qué es la Iglesia que tanta atención suscita ahora, después de años de injurias y desprecios? ¿No habíamos quedado en que la apostasía se ha enseñoreado del mundo que llamamos “civilizado”, en que Dios ya no pinta nada en la cultura, en las costumbres y en la vida de las gentes, ganadas por el relativismo moral? Y además ¿qué es un Papa en medio de los sargazos de las nuevas generaciones que ni siquiera se preguntan por el sentido de la vida? Curioso, curioso…
Una de las tentaciones en las que, con más frecuencia, caemos, católicos incluidos, es la de creernos a pie juntillas lo que nos dicen las encuestas que encargan a su medida –la medida e sus intereses- los medios de comunicación, y considerar la supuesta opinión de una supuesta mayoría como si fuese la ley misma. Es la misma tentación en la que caen los legisladores cuando, apoyados también por una mayoría de votos, son capaces de decidir lo que es bueno y lo que es malo para la sociedad.
La realidad, con harta frecuencia, va por otros caminos que tienen mucho más que ver con la propia naturaleza humana que con los boletines oficiales de los Estados. Así nos habíamos creído que la Iglesia estaba moribunda y que las palabras de un Papa, por muy inteligente que fuese, no tenían apenas influencia en las gentes entre otras razones porque los Papas son como símbolos de un pasado que se quiere enterrar: el olvido de la historia es uno de los paradigmas de nuestro tiempo, que todo quiere destruirlo para edificar nuevos hábitos sociales y nuevas normas de convivencia… aunque luego resulte que esas nuevas normas de vida lo que hacen es corromperla y alejarla de su propia naturaleza humana. Ya lo describía con la fuerza de su talento Alisdair McIntyre en su ensayo sobre la virtud, cuando se refería a la destrucción de todo vestigio de la vieja sabiduría para fabricarse una moral a la medida de los nuevos tiempos, con el resultado del caos.
Pienso en todo esto cuando veo lo que veía Benedicto XVI en su despedida de los fieles congregados en la Plaza de San Pedro en la última de sus audiencias generales. El todavía Papa exclamó:¡Cuando muchos hablan de su declive vemos que la Iglesia está viva!” Y si alguien había pensado que la renuncia del Papa se debía –entre otras maliciosas interpretaciones- a que se había sentido solo, allí estaba el testimonio vivo de que jamás lo había estado. A lo que seguía una explicación para ignorantes: “Aquí se puede comprobar lo que es la Iglesia, un cuerpo vivo, una comunidad de hermanos y hermanas en el cuerpo de Jesucristo que nos une a todos”.
No nos engañemos más, queridos compañeros que miráis a mundo desde la óptica del escepticismo: La Iglesia es de Dios y Dios no la abandona nunca, tal y como también dijo Benedicto XVI. Lo cual me lleva a lo que quería decir desde el principio: lo que hace un Papa, lo que ha hecho Joseph Ratzinger desde que fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951, como todos los curas que lo han sido desde San Pedro, no ha sido otra cosa que recordarnos que Dios existe, que su Hijo se hizo hombre como nosotros, que murió y resucitó, que todos moriremos y resucitaremos y que la vida tiene un sentido: ir al encuentro del Padre al final de nuestra peregrinación. Añadiría algo más, claro está: que para vivir con paz y alegría esa vida basta con amar a Dios y al prójimo, lo cual se concreta en los Diez Mandamientos cuyo acatamiento es el principio mismo de la sabiduría. Eso hace el Papa, eso hace la Iglesia entera y eso es lo que todos estamos obligados a testimoniar.
Muchas veces me he preguntado cómo ha sido posible que esta belleza de vivir el amor, de reconocernos nada ante Dios y de abandonarnos en sus manos, haya sido sustituida por la efímera acumulación de tesoros que se corrompen y que no nos van a acompañar en la otra vida, a la que iremos desnudos. Aunque la respuesta es sencilla –no hay otra vida…- la misión del cristiano consiste, precisamente, en testimoniar lo contrario. Jean Guitton definía al hombre como un ser a la espera, es decir, alguien que tiene esperanza en algo más que lo que puede darle la vida terrena. Pues bien: esa es la fuerza de la Iglesia, la esperanza en que la palabra de Dios no falla jamás. Lo cual nos conduce el primer acto del creyente: la fe. ¡Cuanta intuición ha tenido Benedicto XVI al proclamar este Año de la Fe que vivimos como el primer paso para la nueva evangelización, para la renovación de la vida cristiana!
Bueno, pues eso: la Iglesia está viva y eso, acaso, es lo que más está asombrado a las gentes así como a los propios católicos caídos en la tibieza. Ahora estamos en la tarea de elegir a un nuevo Papa. No importa mucho cómo será ni quien será. Lo que importa, de verdad de verdad, es que sea santo y que siga la estela de San Pedro, con sus debilidades y con su fortaleza. Lo demás, incluidos los pecados de los propios curas, es secundario.
Publicado en Análisis Digital
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