Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra.-
"La caridad, el amor de Cristo que nos urge (cf. 2 Co, 5, 14), debe llevarnos a promover el desarrollo integral del hombre."
En su último encuentro con el clero romano, el 13 de febrero, Benedicto XVI se refirió, entre los grandes temas del Concilio Vaticano II, a la relación entre la Iglesia y el mundo de hoy, que aparecía entonces “con gran urgencia”.
Se trataba de afrontar “los temas de la responsabilidad en la construcción de este mundo, de la sociedad; responsabilidad por el futuro de este mundo y esperanza escatológica; responsabilidad ética del cristiano y dónde encuentra su orientación”.
En un escrito de Benedicto XVI con ocasión del 50º aniversario de la apertura del Concilio, evoca cómo la reflexión sobre la relación entre la Iglesia y el mundo moderno fue el origen de la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual.
“Aquí –anota el Papa– se tocaba el punto de la verdadera expectativa del Concilio. La Iglesia, que todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada”. A renglón seguido recoge algunas preguntas que entonces se planteaban: “¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era?” Y observa: “Detrás de la vaga expresión ‘mundo de hoy’ está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para clarificarla era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la era moderna” (Benedicto XVI, texto firmado en Castelgandolfo, 2-VIII-2012).
En efecto, la constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual abordó esas cuestiones, si bien solo de modo inicial. Así comienza el documento: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS, n. 1).
Así se anuncia ya, como en un preludio, el gran tema que se manifiesta más adelante: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. (…) Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (n. 22).
Así pues, la salvación del hombre, de todo hombre y de “todo el hombre” (cuerpo y espíritu, en su relación con la familia, el trabajo, la sociedad, etc.), es el objetivo que tiene la misión de la Iglesia y la misión de los cristianos.
Esta línea humanista, marcada por el Concilio Vaticano II y secundada por Juan Pablo II (cf. encíclica Redemptor hominis), se recoge en el Catecismo de la Iglesia Católica que tiene, todo él, un acento antropológico. Es decir, una preocupación de fondo, sistemática y pedagógica, por todo lo que es del hombre.
Esto se traduce igualmente en los desarrollos de la Doctrina social de la Iglesia impulsados por el papa polaco, y también concretamente en las enseñanzas de Benedicto XVI, desde su primera encíclica Deus caritas est (2005): “Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor” (n. 10). Por eso la Iglesia promueve “un verdadero humanismo, que reconoce en el hombre la imagen de Dios y quiere ayudarlo a realizar una vida conforme a esta dignidad” (n. 30).
En otras palabras, el amor a Dios y al prójimo, la caridad, es la principal fuerza para vivir ese humanismo. Así lo dice el Papa en su última encíclica (Caritas in veritate, 2009) desde su comienzo: “La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad” (n. 1) Y hasta el final: “La fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano” (n. 78).
La caridad, el amor de Cristo que nos urge (cf. 2 Co, 5, 14), debe llevarnos a promover el desarrollo integral del hombre. Y la caridad implica asimismo la evangelización, esto es, el anuncio de Cristo; pues Cristo, como hemos visto ya, es quien manifiesta y realiza la plenitud de la persona humana, de cada una de ellas y de todo lo que ella le afecta (en el ámbito familiar, en la responsabilidad por el mundo, la vida cultural y social, etc.). Ser cristiano implica tener una misión: ser testimonio de Cristo con el ejemplo de la propia vida y con las palabras.
Porque vive en Cristo y con Él, el cristiano espera de Dios la instauración definitiva de su Reino, la resurrección de los cuerpos, el juicio final y la renovación última del mundo, conjunto de acontecimientos y realidades incluidas en la escatología cristiana. Esta esperanza no le aparta del compromiso por lograr el progreso del hombre, mejorando el mundo y mejorándose a sí mismo. Al contrario, le impulsa a mejorar la sociedad y buscar en ella la justicia perfeccionada por la caridad. Así el cristiano actúa a imagen del Dios verdadero, infinitamente bueno y justo, cuya verdad más profunda es precisamente su amor, que Jesús nos ha manifestado. Y todo ello lo realiza con la fuerza de ese mismo amor, que le da el Espíritu Santo.
Podría decirse que la Iglesia no tiene un modelo de sociedad, pero sí tiene un “proyecto de hombre”, es decir, una visión cristiana del hombre, que es siempre una visión abierta a Dios y a la libertad, en el horizonte de la civilización del amor. La Iglesia tiene, por lo tanto, un proyecto básico de ética, que se asienta sobre la ley natural y se perfecciona con las bienaventuranzas y la nueva ley de la gracia y del amor, que tiene muy diversas expresiones. Abiertas quedan también las variadas formas de organizarse y decidir en el campo político y cultural.
Al comienzo del Sínodo sobre la nueva evangelización, señaló Benedicto XVI que Evangelio quiere decir buena noticia salvadora. En la evangelización lo más importante no es “nuestro hacer” sino el “hacer y el “hablar” de Dios. Nuestra colaboración consiste en confesar la fe (lo que implica estar dispuestos a sufrir hasta dar la vida), sobre todo con los hechos del amor (cf. Discurso, 8-X-2012). La esencia de la evangelización (y también, por tanto, de la nueva evangelización) es la oración junto con la fe confesada y vivida con todas sus consecuencias; transformada, por tanto, en amor a Dios y a los demás.
Ya en su discurso de apertura del Concilio Vaticano II (11-X-1962), Juan XXIII había dicho: “El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz…, que esta doctrina verdadera e inmutable, que ha de ser fielmente respetada, se profundice y presente según las exigencias de nuestro tiempo”. Por eso, propone Benedicto XVI, debemos volver de nuevo a los documentos del Concilio; para que, en un mundo que se aleja de Dios pero en el que no falta la sed de Dios, “dicha fe siga viviéndose hoy, para que continúe siendo una fe viva en un mundo en transformación” (Homilía en la apertura del Año de la Fe, 11-X-2012).
Todo esto lo ha resumido el Papa en su último encuentro con los sacerdotes de Roma, al valorar el trabajo conciliar: “El gran documento Gaudium et spes analizó muy bien el problema entre escatología cristiana y progreso mundano, entre responsabilidad por la sociedad del mañana y responsabilidad del cristiano ante la eternidad, y así ha renovado también la ética cristiana, los fundamentos”. De esa manera –ha apuntado Benedicto XVI – la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo establecía un marco general, del que surgieron otros textos importantes, como la reflexión sobre la libertad religiosa y sobre el diálogo interreligioso.
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Fuente; Análisis DIgital
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